Luyanó, mi barrio (II)

“El terruño es la patria del corazón. De todos los sentimientos humanos, ninguno es más natural que el amor por la aldea, el valle o la barriada en que vivimos los primeros años.” José Ingenieros (Las fuerzas morales. 1925)

Bodega de chino Luyanó años 50′

Mis recuerdos

En el barrio de Luyanó crecí y viví hasta los 20 y tantos años. Es mi barrio. Sus características, sus bondades y sus debilidades tienen que haber dejado su impronta en mi personalidad lo cual no me molesta, ya sé que mi barrio no es la Víbora, ni el Vedado, ni tan siquiera Santos Suarez y que su fama no es la mejor, tampoco tiene la mejor Hialeah donde actualmente vivo, y es parcialmente por las mismas razones son barrios de trabajadores, básicamente manuales.

Luyanó era un barrio duro, no admitía ni lloriqueos ni a pusilánimes, pero claro que los habían unos y otros, pero en la calle eran devorados sin contemplaciones, como dije era un barrio duro, pero también era divertido, franco y abierto, por lo menos es así como yo lo veo en la distancia física y temporal.

Lo conocí con sus talleres llenos de trabajadores, de allí salían, por poner ejemplos, muebles para las casas de los más ricos y los más pobres, muebles para niños, cunas y sillitas, para todo el país; talleres de pailería, de mecánica, de soldadura y herrería en donde se elaboraban cercas y rejas decorativas; se confeccionaban las camisas McGregor, que eran de fama en aquellos años, para su consumo nacional e incluso se exportaban a los EE.UU., decenas de trabajadoras ganaban un salario en ese taller. En el mismo borde de Luyanó la planta de Swift producía embutidos, perro calientes y jamones de alta calidad, de menos trascendencia en ese orden pero de mayor interés para la población de menos recursos ‘La Caridad’ elaboraba las ‘fritas’ que se vendían por toda La Habana, y ‘Guarina’ confeccionaba helados y pasteurizaba leche; los que carecían de recursos para comprarse un refrigerador ─o como decíamos un frigidaire─ adquirían las neveras ‘El Vencedor’ hechas en Luyanó; decenas y decenas de mujeres se ganaban el sustento como costureras, laboriosos artesanos confeccionaban los marcos y cuadros ‘kitsch’ que adornaban las salas de miles de hogares; otros confeccionaban toda la parafernalia necesaria para colar el café, equipamiento que se vio disminuido por la llegada de las cafeteras italianas Bialetti que ahora llamamos cubanas. Una talabartería que producía bellas sillas de montar. La factoría de cigarros ‘La Corona’, que como un subproducto vendían las yaguas, que conformaban las pacas en que habían recibido el tabaco en hoja, a los que construían sus rusticas viviendas en la loma ‘del Burro’ y por ello se conocía como ‘Las Yaguas’; en la acera del frente se fabricaban las cafeteras ‘Royal’ que competían con la  ‘Nacional’ para estar presente en los ubicuo locales donde se vendían las tazas de café a 3 centavos en todo el país.  La fábrica de colchones ‘Konfort’ que se distribuían por todo el país. Las madederas ‘Antonio Pérez’ y la ‘Escurrido’. La destilería ‘Gancedo’; los almacenes ‘Aspuru’ y los Frigoríficos. La fábrica de sogas de henequén ‘Carranza’; una casa convertida en taller para el procesamiento y curtido de pieles de cocodrilo despidiendo un fuerte olor a tanino, la planta de descascarar los arroces que se importaban; el alambique de licores de aromáticos olores; el taller de envasado de especies también con sus olores que te embargaban. Todo un emporio vibrante y pleno, de eso nada queda, quizás solo mis recuerdos.

En la rama del transporte dos empresas vienen a mi memnoria, una dedicada a mover mercancías por todo el país y que con decenas de ‘rastras’, algunas refrigeradas, llevaban en letras rojas y enormes el nombre de ‘Amaro’, ocupaba media manzana en la calle Enna, la otra muy peculiar era un establo, en la calle Ensenada, donde las mulas pasaban la noche, reponiéndose  del agotamiento del día y se resguardaban y reparaban los altos carretones que durante el día los ‘gallegos’, llevando las largas riendas, subidos a los altos pescantes y protegidos del sol por una negra y grande sombrilla, competían con los camiones ‘Mack’, de cadenas[1], en el mover las mercancías del puerto hacia los almacenes en toda La Habana.

Todo lo anterior hacía a Luyanó distinto a los demás barrios habaneros, en nada se parecía a los próximos Santos Suarez o la Víbora por poner solo eso dos ejemplos, más residenciales y con una población más cercana a la clase media, Luyanó era básicamente obrera, quizá eso explique su carácter duro del cual ya hablamos.

Plétoras de comercios de variados, múltiples, tamaños y fines. Panaderías que no solo vendían diversos panes y galletas, sino también los llamados ‘dulces finos’; bodegas de chinos, de ‘gallegos’ y cubanos, con sus jamones y arenques colgando de la estantería de madera; los sacos de diversos frijoles y arroces de diferentes calidades y precios, el variado laterío de dulces, sardinas, bonito, leche, salchichas, aceite de oliva; los grandes pomos de aceitunas, las ‘mortadellas’ y jamonadas para ser ‘lasqueadas’ y venderlas por centavos; los azucares a escoger, que si blanco para preparar los dulces en casa, o prieta o turbinada para endulzar el café, café que se podía comprar en sellados sobres de celofán o molido en la misma bodega y envasado por el bodeguero en pequeños cartuchos de vibrante color rojizo y gruesa textura para preservar los aromas y que podía venir acompañado de una ñapa de azúcar. En las navidades los turrones españoles, los dátiles e higos de California estaban a disposición, junto a las sidras y los vinos. Generalmente, por no decir siempre, en la bodega había una zona, en un extremo, con una barra de oscura madera, pero sin banquetas, y detrás un refrigerador de múltiples puertas donde se guardaban los quesos, crema, ‘patagrás’ o el ‘suizo’ producido en Camagüey, la mantequilla y los litros de leche, los refrescos y cervezas diversas, y además se les servían a los borrachines los tragos que podían ir desde una ‘línea’ de ron peleón como el ‘Peralta’ o el ‘Palmita’ a un coñac ‘Napoleón’. Para qué seguir, era una cornucopia de productos que podían por su variedad de precios estar al alcance de todos.

Fondas, que no eran restaurantes, los encontrabas a cada paso en Luyanó, ellos unidos a los puestos de frita que plantaban sus reales en cualquier espacio en que fuesen aceptados, calmaban o saciaban los apetitos de los trabajadores que comiéndose una ‘completa’[2] por escasos 10-20 centavos o una frita[3] por siete, realizaban el almuerzo para continuar su trabajo en la sesión de la tarde.

Estaban las cafeterías, eran varias, pero se destacaban la de ‘Maboa’, en los límites de Luyanó con Tamarindo y la Calzada de Jesús del Monte, sus batidos de frutas, los más baratos, 12 centavos un vaso grande y podías rellenarlo, eran los mejores que he tomado, por lo menos en mi memoria. Los “Dos Hermanos” y sus deliciosos ‘frozen’ de chocolate, la ‘Asunción’ con sus sándwich que competían con los afamados del ‘Bar OK’ en Belacoaín y Zanja. Y la cafetería al costado del cine ‘Atlas’, con los deliciosos ‘discos voladores’ de jamón y queso derretido.

Los puestos de frutas, mayoritariamente en manos de chinos, ofrecían todas las viandas y frutas que, en aquella época, se producían en el país; junto a los mameyes, mangos, anones, tamarindos, canisteles y aromáticas guayabas y además los vegetales y verduras que otros chinos producían en las cercanías de la ciudad, a veces aprovechando cualquier arroyuelo para cultivar las lechugas y berros con sus hojas pequeña y un oscuro verdor que ofrecían en ramitos. Los industriosos chinos además ofrecían helados confeccionados con las frutas que se le maduraban demasiado y como colofón frituras de maíz y de malanga, dulces o saladas, y las untuosas e hinchadas de bacalao, era un festival de olores y sabores.

Los chinos no solo dominaban el giro de las frutas, también el del lavado y planchado de ropa, los llamados ‘trenes de lavados’ con su, a mi entender, compleja contabilidad que resultaba infalible, con sus caracteres trazados con un palito en sustitución de una pluma y con esa negra tinta negra lógicamente china; lavaban, almidonaban y planchaban, con planchas de carbón, la ropa que se les encomendaban, generalmente ropa blanca y algún pantalón y camisa de trabajo, ya que la ropa más delicada eran destinadas a las tintorerías, estas siempre en manos cubanas.

Las carnicerías estaban sin excepción en manos cubanas y entre ellas se destacaba una llamada ‘Rancho Verde’ que no solo era la mayor sino que además vendía huevos, gallinas y guanajos vivos que a solicitud eran sacrificados y desplumados en una máquina especial destinada a ese fin. Además vendían carnes de alta calidad, lógicamente un poco más caras que la del resto de las carnicerías.

Las farmacias abundaban, para dar una idea: si tomábamos la calle Municipio de oeste a este, en sus primeras doce cuadras, nos podíamos encontrar tres de ellas que se turnaban con las del resto de Luyanó, para cubrir las madrugadas, por lo que siempre encontrarías a pocas cuadras una abierta para solucionar alguna urgencia. En las farmacias no solo se despachaban medicamentos con o sin receta, también el farmacéutico, graduado universitario y generalmente dueño del establecimiento, oía de tu dolencia y te recomendaba alguno de ellos, que generalmente tenían un feliz resultado, y si consideraba que tu padecer era algo más grave te sugería que visitases a un médico. En esas farmacias, que olían a éter, te podían poner una inyección o te realizaban una cura en una pequeña herida, servicios estos gratuitos para sus clientes habituales.

Otro comercio con el cual tropezabas casi en cada cuadra eran las quincallas, donde vendían si no de todo casi de todo: telas, botones, zippers, tijeras, hilo de coser y de tejer, libretas y lápices, plumas y tinta de escribir, pilas y linternas, bombillos de todos los tipos, cigarros y tabacos, fósforos y fosforeras, juguetes, utensilios de cocina, perfumes y un inacabable y larguísimo etcétera.

Abundaban las barberías, y brindaban un necesario servicio los sillones de limpiabotas casi siempre acompañados de un estanquillo para vender la prensa diaria y las revistas, además de los ‘muñequitos’ (comics) y medio clandestino revistillas porno. También existían las llamadas ‘caficolas’ donde por tres centavos te podías tomar un vaso grande de refresco preparado al momento con agua de Seltz y el sabor que uno escogiese.

Por último mencionemos las ferreterías, existían unas tres o cuatro, pero la más importante estaba en Fábrica entre Sta. Ana y Sta. Felicia, no era ‘Home Depot’ pero lo mismo podías comprar un saco de cemento, que una llave de baño o un lavamanos, que media libra de clavos de dos pulgadas.

Como ya hemos mencionado con anterioridad la composición social de Luyanó era mayoritariamente obrera, y racialmente predominaban los blancos, aunque las familias negras y mulatas eran minoría no estaban necesariamente entre las más pobres; el racismo, por lo menos en mi memoria, no era una traba para que tanto negros como blanco compartiesen. En mi niñez el grupo del cual yo formaba parte: ’la pandilla’, jugábamos pelota, a las bolas, empinábamos papalotes, etc., etc., entre los 8 o 9 que lo conformábamos se incluían dos negros, uno hijo de madre soltera que lavaba y planchaba ‘pa’la calle’ y vivían en el solar más grande de Luyanó, en Compromiso y Fábrica; el otro era el hermano de la muchacha que ayudaba en los quehaceres de mi casa, almorzábamos juntos.[4]

En cuanto al tema político solo recuerdo que existían dos concejales (Neto y Tancredo) y una eterna aspirante por el Partido Autentico, Juana Martínez, esta era todo un personaje, además de ser una ‘sargento político’ de Ramón Grau y San Martín regentaba un antro donde se jugaba el póquer, bacarrá y otros juegos más o menos de azar, era conocida como la  ‘Casa del Pueblo’ y era admitida, con su correspondiente óbolo, por el Capitán de la Oncena Estación, que era la que correspondía a Luyanó, y era relativamente benévola, en su parte posterior ensayaba la banda de música de la policía.

El otro centro partidista era un esmirriado local del PSP en la zona de Tamarindo, en la corta calle Maboa[5], quedaba frente al ‘tren de bicicleta’ de Darío donde se arreglaban y alquilaban bicicletas y a una fonda de chinos que vendían un excelente arroz frito por 25 centavos el plato. En esa misma cuadra mi abuelo, viejo miembro de ese partido, tomando una acera por tribuna daba conferencias anarquistas y contaba historias fantasiosas, y no le faltaban oyentes embargados por su imaginación y fácil locución, lo trataban respetuosamente, lo cual era muy saludable porque él era de armas tomar.

El juego en Luyanó no se limitaba al lugar mencionado, en cada bar, y existían decenas, habían las llamadas ‘vidrieras’, donde además de vender diversos artículos en especial cigarros y tabacos, se podían anotar un número a la ‘bolita’ o a los terminales de la lotería, además decenas de los llamados ‘apuntadores’ recorrían casas, calles y centros de trabajos para que los esperanzados apostaran unas pocas monedas al número con que habían soñado de acuerdo a los animales u otros elementos que aparecían en el ‘chino de la charada’. Castillo uno de los zares del juego de azar radicaba a escasas cuadras de Luyanó en la calle Porvenir.

Esos apuntadores eran tenazmente perseguidos por los policías, no por interés social o legal, sino para cobrarles por la ‘protección’ que les daban. Otra fuente de ingreso de los policías era el pedir una caja de cigarro en cada bodega o bar que se encontraban en su recorrido, ponían un ‘real’ sobre el mostrador esperando que el empleado ‘cortésmente’ lo rechazase, y si eso no ocurría las consecuencias podían ser muy graves para ese dependiente.

Además existían dos billares en lo que no solo se jugaba billar, se vendía mariguana y no era el único lugar donde eso ocurría, en la esquina de Villanueva y Municipio tenía su centro de operaciones unos hermanos que eran conocidos como ‘Los Villalobos’[6], criminales de todo respeto que inclusive amedrentaban a los policías que se pasaban de la raya que los hermanos habían trazado, a más de uno desarmaron tirando los revólveres a la azotea de un almacén colindante. Fue legendario el caso del policía que trató de amedrentarlos y con una navaja lo cortaron desde la nuca hasta los pies, dejándolo desnudo y ensangrentado, requirió unos cien puntos de sutura. Sin embargo se decía que eran caballerosos y no permitían que nadie se propasase con las muchachas que se veían obligadas a pasar por su zona de operaciones.

También existían personas honorables y destacadas, recuerdo a un negro muy vinculado a la iglesia Presbiteriana, Juan Jiménez Pastrana, que escribió varios libros, entre ellos el muy reconocido ‘Los chinos en la Historia de Cuba 1847-1930, texto imprescindible si se quiere conocer sobre este tema. Otra personalidad destacada fue el Dr. Betancourt (he olvidado su nombre) que era un destacado pediatra especializado en enfermedades del pulmón, fue director del Hospital Infantil Antituberculoso, y era una persona bondadosa capaz de ir a cualquier casa que se le llamase para atender a un niño, cobraba por ese apreciado servicio tres pesos o nada, según como viese la situación económica de ese hogar.

En mi adolescencia me integré a un grupo de jóvenes amantes de la pelota, la ópera en particular y en general la música clásica y la tradicional cubana, uno de ellos con una deformidad de nacimiento, que le impedía caminar si no era con dos bastones, poseía una excelente voz de tenor dramático, otro que a veces se nos unía, pero no mucho por su timidez, incontenible gaguera y amaneramiento, llegó a obtener el premio ‘Tito Gobbi’ en Italia, por su excelente voz de barítono. Los demás no estábamos tan bien dotados en cuanto al ‘bel canto’, aunque yo, que era bajo, pretendía emular a Ezio Pinza.

Ese grupo se reunía a oír CMBF y los discos que aportábamos alguno de nosotros, ahí oí por primera vez la 5ta. Sinfonía de Shostakovich en la interpretación de Leonard Bernstein y la Sinfónica de New York, a diferencia del resto me impresionó y me hizo que buscase más obras de ese compositor. Por las noches nos encontrábamos en los portales de un bar, ninguno tomábamos, y discutíamos si la ‘Aida’ de Jussi Björling era mejor que la de Mario del Monaco, o si el ‘Rigoletto’ de Leonard Warren y Jan Peerce era insuperable, sin mediar la más mínima transición se comenzaba a valorar al equipo del Almendares y sus eternos rivales el Habana.

Normalmente esperábamos a la 1 de la madrugada que saliesen los primeros panes de la panadería que quedaba en frente, ‘La llave de oro’ que horneaba usando leñas , a la flauta de pan que comprábamos por siete centavos le añadíamos una barra de un cuarto de mantequilla y la compartíamos, en ocasiones se acercaba, ‘Pito’ un joven con una melodiosa voz que cantaba excelentemente los boleros de moda, cuando no estaba sumido en los vapores de la hierba.

A ese grupo también se unían, pero no siempre, ya que no le interesaban ni la música ni la pelota otros jóvenes con los cuales compartíamos libros así conocí tanto a Curzio Malaparte, como a Giovanni Papini, como a Kafka y a Joyce; en Luyanó no había ninguna librería, ni de uso, la más cercana era ‘La Polilla’ en la Víbora, hasta allá tenía que ir, o algún vendedor por la zona frente al cine Tosca.

‘Bigote de gato’ no fue el único personaje en el folklore luyanosense, por ejemplo tenemos al que llamaban ‘Moquifín’ que era un borracho permanente, pasaba meses borracho, pero ni decía una mala palabra ni se metía con nadie, para él todos los que le hablaban o de él se burlaban eran mariscales y lo más que hacía cuando lo molestaban demasiado era tirarle una trompetilla al agresor y con ello todo terminaba en risas. Se decía que era un especialista de filatelia y cuando estaba sobrio trabajaba para una casa filatélica en la calle Obispo, pero había un problema, cuando estaba sobrio era un ser insoportable que repartía la revistilla ‘Despertad’ de los ‘Testigos de Jehová’ y daba sermones por doquier, por suerte eso le duraba poco.

Habían otros personajes, como ‘La Momia’, que en su trance de la droga ni hablaba ni se movía recostado, estirado e inmóvil, a un poste, o Él Patato’, con una difícil infancia que él pregonaba a toda voz y era en extremo pendenciero, de pequeña estatura, lo cual llevaba a que lo golpearan a menudo, esas broncas siempre terminaban con su frase: ‘esto no se queda así’ y la golpiza se volvía a repetir, una y otra vez. ‘Él Patato’ tiene un pequeño monumento en la calle Rosa Enríquez donde cayó acribillado a balazos por la policía ya que el 9 de abril, día de la huelga fracasada, la nota de mariguana le dio por cerrar bodegas. Decían que su hermano, que era cabo de la policía, pidió que no lo trajeran más detenido a la Estación.

Me quedan otros personajes en la memoria, más benignos, pero no menos interesante como ‘El ingeniero’ que trabajaba como tal en Belot, pesaba más de 300 libras y como solterón empedernido, un jueves sí y el otro no, iba al barrio de Colón a solucionar sus necesidades sexuales, él gustaba de dar complejas conferencias antimperialistas, a veces narraba la historia de cómo los americanos le habían robado su patente para refinar los aceites usados. También el ‘Doctor’ un negro bajito y delgado que siempre andaba con libros en inglés debajo del brazo, era la imagen perfecta y extemporánea del ‘negrito catedrático’ del bufo cubano. En una ocasión se ganó un par de miles de pesos en la lotería y lo que se le ocurrió fue invitar a dos amigos, por cierto blancos, a visitar el sur de los EE.UU., las anécdotas de la tournée de escalofriantes pasaban a hilarantes.

En Luyanó murió mi madre, muy joven, en Hijas de Galicia, mi padre murió en su casa casi cuarenta años después, allí me violó una dama viuda y treintona, enamoré a más de una joven y a los 20 años ─mi padre firmó la autorización─ con una de ellas me casé, por primera vez, así allí nacieron mis dos primeros hijos. Ese barrio está enclavado en mí ser, pero ya nada de lo que resguardo en mi memoria existe, el tornado del pasado enero fue poca cosa comparado con el que empezó en otro enero muchos años atrás.

[1] En lugar de la barra de trasmisión para el movimiento de las ruedas traseras utilizaban una cadena de grande y gruesos eslabones.

[2] La ‘completa’ era un plato hondo, sopero, en el que se servía arroz, bañado en frijoles negros o colorados, al gusto, con un pedazo de carne y dos o tres plátanos maduros fritos, o boniatos salcochados.

[3] La frita era una especie de hamburguesa criolla con un fuerte contenido de pimentón que le daba su color y sabor a chorizo característico, servido en un ‘buns’, que llamábamos ‘pan de Toyo’ por la panadería que en los límites de Luyanó los horneaban, a los cual se le agregaba una porción de cebollas picadas en dados y sobre ella otra generosa de papitas ‘a la Juliana’ recién fritas y se le untaba a la tapa una paletada de kétchup. Era el gran descubrimiento del ‘fast food’ de la culinaria cubana.

[4] Con esto no pretendo ocultar que el racismo era, es, uno de los males sociales en Cuba, solo trasmito mi experiencia.

[5] Solo tenía una media cuadra de largo y hacía referencia al puente que cruzaba el pequeño arroyo Maboa desaparecido, tanto el arroyo como el puente, a inicios del siglo XX al ser canalizado, igual le ocurrió al puente de Agua Dulce en su cercanía.

[6] Tomaban el nombre de una muy conocida novela radial de aquella época.

Acerca del autor

Waldo Acebo Meireles
(La Habana, 23 de noviembre de 1943 - Hialeah, 23 de abril de 2022). Profesor de Historia, recibió la Orden Félix Varela por sus aportes a la enseñanza de la Historia de Cuba al introducir en la misma la enseñanza de la Historia Local. Es autor del manual para los maestros y profesores de las vías de vinculación de las historias locales a la enseñanza de la historia nacional. Contribuyó a la redacción de los textos de Historia para la enseñanza media. Como asesor del Instituto de Geodesia y Cartografía redactó el Atlas de Historia Antigua y Medieval. Autor de la Historia del Municipio de Arroyo Naranjo. Presidió la Comisión de Historia de la Provincia Habana. Fungió como vicepresidente de la Unión de Historiadores de Cuba. Como profesor invitado del Instituto Pedagógico para América Latina impartió cursos de post-grado y maestría. Hasta su fallecimiento trabajó en la investigación de la historia de Hialeah donde residió desde su llegada a los EE.UU.

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