¿Una población altamente educada?

Por MIGUEL SALES – Diario de Cuba

Desde 1959 el Gobierno de Cuba ha dedicado cuantiosos recursos al sistema nacional de enseñanza. La campaña de alfabetización de 1961, la confiscación de las escuelas privadas, la intervención de las universidades y la creación de nuevas instituciones especializadas eran, según la propaganda oficial, medidas encaminadas a transformar a la Isla en una «potencia mundial en educación». Al mismo tiempo, se trataba de crear un sistema de adoctrinamiento que permitiera moldear el pensamiento desde la más tierna infancia en la ideología marxista-leninista-fidelista.

En el mundo entero los sochantres del castrismo repiten desde entonces que uno de los «logros» de la revolución cubana es el espectacular desarrollo de la educación. Estas proclamas triunfalistas se basan más en las consignas y estadísticas manipuladas que difunde el Gobierno de La Habana que en datos objetivos y verificables aportados por entidades internacionales.

Sin entrar a considerar el daño antropológico que han causado a varias generaciones de cubanos el adoctrinamiento machacón recibido durante años en las aulas y la necesidad de fingir una adhesión entusiasta a los valores «revolucionarios» para proseguir los estudios, es posible evaluar los resultados del sistema educativo castrista en términos objetivos y mensurables.

Lo primero que salta a la vista es la escasa calidad de la enseñanza universitaria. Cualquiera que sea la clasificación internacional consultada (Shanghai, Oxford o CSIC), la mejor institución cubana, la Universidad de La Habana, no figura ni siquiera entre las 1.000 primeras del mundo. Por ejemplo, en la clasificación más reciente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas de España (CSIC), la universidad habanera ocupa el puesto 20 en el Caribe, por detrás de instituciones de México, Jamaica y Puerto Rico, y el puesto 1.741 en la clasificación mundial. Es decir, que en el planeta hay 1.740 universidades, algunas de países muy pobres de Asia y África, que superan en calidad al mejor centro cubano de tercer ciclo.

Cabe señalar que los métodos de clasificación de estas entidades son cada año más refinados y tienen en cuenta las diferencias culturales, el contexto económico y la organización interna. La valoración, en términos de notoriedad, repercusión y actividades, se establece mediante una amplia gama de indicadores de prestigio institucional y rendimiento académico, tales como artículos en publicaciones especializadas, resultados de la labor de investigación, edición de material de alto nivel, uso de nuevas tecnologías, reconocimiento internacional, etc. Estos valores, combinados de manera ponderada, arrojan un índice numérico que determina el rango del centro de estudios en la jerarquía mundial. Sería absurdo pensar que estas agencias de clasificación operan coordinadamente bajo instrucciones de la CIA estadounidense con ánimo de desacreditar al Gobierno cubano. Simplemente, las universidades de la Isla no están a la altura de las necesidades pedagógicas y de investigación del mundo contemporáneo.

Este es el resultado de más de medio siglo de inversiones faraónicas, atención preferente al sector educativo, «innovación pedagógica» en la línea de Makárenko y Castro I, y esfuerzos sistemáticos para crear el «hombre nuevo», del que ya apenas se habla en la Isla. Sin olvidar que el punto de partida del sistema educativo cubano —público y privado— en 1960 era relativamente alto para un país de desarrollo intermedio y que la tasa de analfabetismo se aproximaba al 20%, nada escandaloso para la época. Ese año la media mundial era del 40 % (México: 30%; Puerto Rico: 11%; Chile: 10%, Argentina: 9%). Y a pesar de que en alguna página web castrista se afirma que durante la República «cada año aumentaba el ejército de adultos analfabetos», lo cierto es que desde 1902 el número de cubanos que sabía leer y escribir había pasado del 30% al 80% de la población.

Las deficiencias de la enseñanza universitaria no hacen más que resumir y reflejar los males que aquejan al sistema educativo y a la sociedad cubana en su conjunto. En lo esencial, la política educativa del castrismo se ha basado en la extensión y la masificación, a expensas de la calidad. Había que lograr que todo el mundo pudiera leer cuatro consignas y firmar con su nombre, para proclamar a la Isla «territorio libre de analfabetismo» y luego librar la «batalla del sexto grado» para otorgar a todos un certificado acreditativo y finalmente tratar de que el mayor número posible de jóvenes ingresara en la universidad para obtener un diploma, sin parar mientes en los resultados académicos ni la vocación de los estudiantes.

Los efectos de esta política han dado origen a situaciones muy curiosas. En 1980, dos decenios después de que el Gobierno castrista declarara que toda la población había sido alfabetizada, llegaron a Cayo Hueso unos 35.000 exiliados procedentes del puerto del Mariel. Las autoridades estadounidenses comprobaron que alrededor del 7% de los «marielitos» eran analfabetos funcionales, es decir, no eran capaces de leer y entender un formulario sencillo y cumplimentarlo.

Al valorar este dato hay que tener en cuenta que la gran mayoría de los recién llegados provenían de zonas urbanas y eran adultos de entre 20 y 40 años de edad. ¿Cuál hubiera sido en ese momento la tasa real de alfabetización entre los mayores de 50 años que vivían en las zonas rurales de la Isla? No se sabe, entre otras razones porque el Gobierno cubano nunca ha realizado un estudio de seguimiento para determinar la eficacia de la famosa campaña de alfabetización de 1961 y las recaídas probables en el analfabetismo por desuso ocurridas entre adultos mayores residentes en el campo, que recibieron una instrucción somera durante algunas semanas y luego no volvieron a tocar un libro en el resto de su vida. Este es apenas un ejemplo de los muchos que inducen a tomar con cautela el triunfalismo del régimen en materia de educación.

Las evaluaciones generales formuladas por agencias de clasificación que utilizan criterios estadísticos para asignar un valor comparativo a los sistemas de enseñanza —algo que puede parecer sumamente abstracto— vienen corroboradas, en mi experiencia particular, por los datos empíricos de casi 20 años de trabajo en la UNESCO. Como todo el mundo sabe, la UNESCO es la organización del sistema de las Naciones Unidas que se encarga de la educación, la ciencia y la cultura.

En el desempeño de mis funciones en la sede de esta organización, tuve que tratar muchas veces con profesionales graduados en las universidades cubanas. Salvo muy contadas y honrosas excepciones, esos diplomados causaban asombro por la vastedad de su ignorancia en temas elementales, el anacronismo de lo que habían aprendido y su falta de cultura general. Algunos de ellos habían sido incluso profesores o catedráticos universitarios, pero desconocían datos básicos de Historia, Geografía y otras materias que normalmente se estudian en la escuela primaria, redactaban mal en español, incurrían en faltas de ortografía y exhibían obvias limitaciones para trabajar en otras lenguas.

Por su carácter generalizado, estas deficiencias no son atribuibles a la falta de inteligencia o capacidad de los universitarios cubanos, sino que ponen de manifiesto la existencia de lagunas en los contenidos y métodos de formación.

La calidad de la enseñanza superior en la Isla se ha resentido además por la falta de libertad académica, la politización integral y la imposición de la ortodoxia marxista, una ideología anacrónica, que ya en el siglo XIX había demostrado lo erróneo de sus vaticinios y la debilidad de sus razonamientos. A todo lo anterior, habría que añadir el bajo nivel educativo que arrastran los estudiantes desde la enseñanza primaria a lo largo de todo el ciclo secundario y que los lleva a ingresar en la universidad con las carencias antes señaladas.

A su vez, esta característica está vinculada a la escasez y la mala formación de los docentes. A pesar de que en el último decenio la población escolar disminuye cada año, como resultado de la emigración y la crisis demográfica, los maestros de primaria apenas alcanzan y el Gobierno ha tenido que echar mano de profesores jubilados para cubrir el déficit de personal docente. Al parecer, no hay mucho interés entre los jóvenes por cursar estudios de Pedagogía y dedicarse al magisterio.

La situación se agrava por las pocas perspectivas profesionales que el sistema ofrece a sus diplomados. La masificación y la presunta «gratuidad» de los estudios universitarios han terminado por crear varias generaciones de gente frustrada, adornadas con un título devaluado que les sirve de muy poco, porque por un lado carecen de los conocimientos suficientes para desempeñar una función a la altura del diploma y, por el otro, la estructura socioeconómica del país no puede ofrecerles un empleo acorde con su titulación. Por eso pululan en las ciudades ingenieros que conducen taxis, exarquitectos que sirven mojitos en los restaurantes o biólogos reconvertidos en guías de turismo, así como una multitud de proletarios y proletarias del sexo que, como dijo Castro I en 1998, «son los más cultos del mundo».

La idea de que en el futuro Cuba podrá desarrollarse rápidamente, una vez superada la era castrista, porque cuenta con «una población altamente educada», es sobre todo una fórmula de consuelo retórico. Como tantos otros aspectos de ese régimen, el sistema educativo es un fraude gigantesco, al servicio de las necesidades propagandísticas del Estado. Su inspirador no es Makárenko ni Lunacharski, sino el conde Grigori Potemkin, el amante de Catalina la Grande que engalanaba las aldeas miserables como un decorado de teatro, con flores en las ventanas y campesinos atildados, que saludaban sonrientes al paso del cortejo imperial.

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